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Amalia Sánchez sentada, y de izda. a drcha., Manuel Fuentes (su marido), la Conce', Santiago 'Bareta', y Agustina Fuentes (hija).
El secreto mejor guardado de los churros de Amalia Sánchez

El secreto mejor guardado de los churros de Amalia Sánchez

Su hija Agustina Fuentes descubre que una pizca de bicarbonato, harina de trigo rubio, y la temperatura del agua, eran claves para sacarlos de diez

PEDRO FERNÁNDEZ LOZANO

Viernes, 27 de enero 2017, 00:53

Entre los años 50-60 levantarse temprano en Guareña y caminar cerca de una churrería, el olor de los churros siempre producía unas cosquillas hambrientas en la tripa de más de uno. Durante muchos años los churros en Guareña se convirtieron en parte de la cultura del pueblo, pues se empezaba con un ciclo de tradición familiar a lo largo de nuestras vidas. Desde que se es niño y nuestros abuelos lo compraban en las ferias junto con el típico vaso de chocolate hasta que por prescripción médica dejas de comerlos, nunca se olvidan. Los churros desde hace muchos años nos persiguen mañana tras mañana.

En Guareña llamamos churros a lo que en Madrid son porras, y los que son churros allí, aquí son churritos. Y en el pueblo siempre hemos conocido churros. Famosos los de la Amalia. Una churrería en el centro del pueblo, enfrente de El Santo (iglesia de San Gregorio) y al lado del mercado de abastos.

Desde muchos años el amanecer surgía en El Santo. Era el sitio donde se podía encontrar trabajo y por eso uno bajaba a este lugar emblemático de Guareña. ¡Voy pabajo!, no hacía falta decir a dónde va, uno ya entendía que acudiría a las inmediaciones de El Santo. Por allí había bares de copa y café, estaba el mercado, la ocasión de ir a trabajar y los churros de la señora Amalia Sánchez González, más conocida por la Amalia.

Hoy, su hija Agustina Fuentes Sánchez, nos desvela por qué eran tan famosos los churros de su madre. Crió a sus hijos detrás del mostrador y ya de muy pequeños madrugaban porque los churros no esperaban. Tenía mucha clientela, se diría que toda la del centro. Eran años duros y se salía poco a poco de la posguerra. Se traía leña de jara para encender la lumbre y leña de encina para mantener el aceite caliente. Entonces había harina de trigo rubio que era de buen género, mi madre echaba la ludia en remojo y de ahí echaba la harina, sal, y una pizca de bicarbonato, pero sobre todo el punto del agua era muy importante, tenía que estar ni caliente ni fría: ¡ese era el secreto de unos buenos churros en aceite!, relata Agustina, orgullosa de haber mantenido la tradición de su madre Amalia y al mismo tiempo penarse por no haberlo continuado alguien de sus descendientes.

Quedar masa-madre para el día siguiente también era importante. En tiempos de Amalia los churros se hacían con forma de roscas y así se abrían todas las cabezas con la varilla porque la gente siempre le ha gustado la cabeza abierta. Y esas roscas de churros se llevaban colgadas en un junco, o bien en platos cuando se veía a la vecindad de la churrería acudir a por tan sabroso manjar frito y calentito, a un real el churro.

Todavía conserva Agustina los instrumentos de elaborar churros heredados de su madre muy distintos a los de ahora: la jeringa y el palo, el baño, la tabla con agujero, y los usillos (varillas).

Recordar también que por aquellos años había otras tantas churrerías: otra señora Agustina que tenía el negocio en calle Eugenio Frutos, Joaquina Pino enfrente a la calle Juan Durán (cerca de lo que hoy es La Tasquita), y Anita Pino enfrente a Rigote (hoy calle Luis Cernuda).

Estas eran las churrerías de antes todas regentadas y conocidas por mujeres, muy a diferencia de hoy que suelen ser conocidas por nombres de varones.

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