Niños alegres y felices detrás de un carrito de los helados en la plaza La Parada con la cartelera del cine 'Victoria Esperanza' detrás de ellos.

Aquellos helados de los carritos… ¡Hummm… qué buenos!, qué bien sabían a limón y vainilla

Solían ser blancos con alguna pintada azul que iba contorneando la armadura de madera, cubiertos de un techo y dos ruedas para ser conducidos por la fuerza humana.

PEDRO FERNÁNDEZ LOZANO

Martes, 23 de mayo 2017, 10:34

Cuando se pronuncia la calor los recuerdos en Guareña conducen a los carritos de los helados. Ya se veían en los campos de la jira y a partir de entonces en las calles, parques, esquinas, ferias Era toda una atracción salir de casa y encontrarte por la calle un carrito de los helados. Solían ser blancos con alguna pintada azul que iba contorneando la armadura de madera, cubiertos de un techo y dos ruedas para ser conducidos por la fuerza humana. Frecuentaban tener dos bocas que guardaban las garrafas con helados de distintos sabores. A su alrededor merodeaban los críos a la espera de ver a los padres y conseguir el grato manjar que se hacía larga la espera si no llegaban los tutores. Sabían a gloria aquellos helados de limón y vainilla, chuperreándolos poco a poco, lambiándolos, que hasta no gustaba se acabasen nunca.

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Sus consumidores infantes "no sabían" qué comían, pero aquello estaba de muerte; eran más naturales que ahora, o al menos eso parecía. Se gozaba chupando y apenas se hablaba, chupar y chupetear qué lástima cuando llegabas al barquillo asumiendo el final del placer. También con un helado podría conquistarse el corazón de una moza, pasear por el parque municipal de San Ginés nunca los besos supieron mejor que a vainilla.

Antes de entrar al cine San Luis (más conocido por cine de "los calderones"), antes de entrar al parque, a las puertas del recinto ferial, en plena jira, o a las puertas de cualquier fiesta de Guareña, allí había un carrito de los helados. Estratégicamente sus dueños sabían dónde ponerse a vender helados, también granizadas.

Los recipientes eran de aluminio, largas jarras, aisladas por corcho donde se echaba el hielo que se compraba por barras, y en el interior se echaba el líquido. Solían tener por cierre una especie de media esfera a modo de tapa. Curiosamente no tenían electricidad pero se conservaban bien, el dueño estaba continuamente removiendo el líquido para que el helado se mantuviera hasta ser servido en perfecto estado cremoso, endulzado con azúcar y los sabores de vainilla, limón, o chocolate, según cuentan familiares de Juan Moreno Ponce, también explicado por Manuel Mancha Trigueros que vivió en primera persona el negocio.

Otros carritos de helados recorrían las calles ardientes en los veranos. Justo en "la esquina de la Julia" se colocaba uno. Cuando conseguías el helado con su correspondiente cucurucho y su cucharita, la atenta mirada de una madre que decía: "¡uno y nada más, que luego te pones malito de la garganta!". Rabia daba aquella bola de helado que se caía al suelo apenas se había saboreado. Lejos queda ya el recuerdo de aquellos carros de helados por el pueblo, y ahora en estos días se han cambiado aquellos carritos de helados por las heladerías de multicolores con escaparates y anaqueles atrayentes, que con solo contemplarlos se nos despierta el sentido del gusto y los jugos se agolpan en la boca.

Lejos quedan esos carritos donde solo se expendían limonada, polos, o helados, mientras ahora los mostradores cristalinos de las heladerías nos ofrecen mil tipos de helados de frambuesa, chocolate, turrón, leche merengada, kiwi, fresa y otros de diferentes frutas. Hasta la cocina moderna ha lanzado su imaginación y nos ofrece una gran variedad como por ejemplo helado de tomate o de salmorejo, aunque no será raro que alguien nos ofrezca un helado de patatera o de jamón ibérico. Pero los helados de antes sabían a gloria bendita.

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